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jueves, 13 de diciembre de 2012

Rincón del Cuento Infantil en Onda Latina. Relato de Alejandro Casona propuesto y leído por nuestra colaboradora y amiga Susana SIMÓN CORTIJO


VILLANCICO Y PASIÓN
ALEJANDRO CASONA

         Aquella noche de diciembre no era una noche como las demás. El viento de hielo que hacía temblar los olivos a Belén; la nieve que tendía sobre el praderío sus agujereados de charcos sí era la misma; y también los carámbanos que colgaban sus barbas de enano en los tejados de las chozas. Y, sin embargo, bien claro se veía que no era una noche como las demás; porque en su blancura silenciosa había una íntima tensión, un jadeo impaciente de músicas nunca oídas, un remoto latir de raíces anunciadoras de no se sabe qué tremendo y dulcísimo milagro.
El viento, en vez de aullar al enredar sus cabellos en las ramas, les susurraba algo urgente y sigiloso, como una consigna, y las ramas se abrían asombradas dejándole paso. Las ovejas en el redil, se apretujaban inquietas, con un temblor que por primera vez no era de miedo. Y hasta la misma nieve sentía un entrañable escozor que le venía de muy adentro y que salía de ella como un caliente vaho animal. Era como si la noche entera, conteniendo la respiración, se hubiera puesto a pensar intensamente para que la nueva madrugada tuviera una nueva idea.

Tan distinta de las otras era aquella noche, que el cielo mismo se consideró obligado a condecorarla con una estrella más. Los pastores, buenos sabedores de estrellas, no podían engañarse: era una estrella viajera que venía de Oriente, de las tierras morenas del camello y de las especias, donde los reyes, al celebrar sus bodas y nacimientos, se hacen, entre sí, las ofrendas tradicionales del oro, el incienso y la mirra.

¿Qué mensaje de cataclismo o maravilla traería aquel lucero errante?

De pronto rasgó los aires el clarín angélico y todos los pastores se miraron estremecidos. Cuando los pobres escuchan las trompetas nunca esperan nada bueno. Ellos aguardaban algo tan terrible que quizá no fueran capaces de soportarlo, o tan grande, que quizá no fueran capaces de comprenderlo. Pero las sencillas palabras de la A n u n c i a c i ó n los tranquilizaron. ¡Era solamente que iba a nacer un niño pobre!

Entonces cayeron de rodillas y cantaron un aleluya de aliviado gozo. Porque un misterio tan dulce y tan pequeño cabía entero dentro de su corazón.

En el establo de barro y de paja, como los nidos de las golondrinas, dormía el recién nacido entre la Mula y el Buey. María le acunaba con una de aquellas canciones lentas que llenaban sus largos silencios de costurera. José trataba de asegurar la puerta salida de sus goznes. Todavía no habían llegado los Reyes ni los Pastores.

De repente, la puerta se abrió violentamente, y otro hombre y otra mujer entraron en el refugio con otro niño. La barba aborrascada del hombre y el largo cuchillo que llevaba cruzado en el cinturón de soga, atemorizaron a María recordándole viejas historias de ladrones.

-         No temáis – dijo el hombre - los soldados me persiguen, pero nunca he hecho otro mal que el necesario para defender nuestras vidas. Sólo pido refugio y un poco de fuego para mi mujer y mi hijo.

-         Acércate – dijo María a la mujer – Tus ropas están heladas. Dame a tu hijo, que lo duerma en mi regazo.

Y tendió las manos, pero la mujer la rechazó con un grito:

-         ¡No! Nadie puede tocarlo más que yo. El tuyo es hermoso y sano. Guarda tus manos para él.

María la miró con extrañeza, sin comprender, y la vio llorar en silencio, besando aquella carne de su carne para calentarla, como una vaca a su nacido.

Cuando fijó sus ojos en el cuerpo del niño comprendió por fin. Unas pústulas rosadas se abrían en sus rodillas, y redondas escamas de plata le salpicaban el pecho como la tiña del musgo blanco en el tronco del abedul.

José no pudo sofocar una exclamación de espanto:

-         ¡Lepra!...

-     No tengáis miedo – repitió el hombre del cuchillo – no lo acercaremos al vuestro. Ya estamos acostumbrados a andar siempre al borde de los caminos, a no pisar los molinos ni las viñas, a pedir el pan desde lejos y no dirigir la palabra a nadie si no es con la boca contra el viento. Pero la noche está helada, y el pequeño no podría resistirla. Sólo pedimos un poco de fuego en un rincón.

María se sintió conmovida en las entrañas. Tranquilizó a José con una mirada, dejó a su Niño en el pesebre, al aliento manso de la Mula y el Buey, y tomando resueltamente al enfermo en sus brazos lo tendió en el cuenco todavía caliente de las rodillas donde había dormido a su hijo. Y apretándolo contra el pecho siguió cantando en voz baja para el pequeño leproso.

Al amanecer, cuando los pastores caminaban hacia el establo entre flautas y rabeles, portando sus aguinaldos y recentales y quesos montaraces, todas las huellas del mal blanco habían desaparecido milagrosamente. El niño leproso reía feliz, con todo su cuerpo sano y limpio. Solamente en el hombro derecho le había quedado en recuerdo una marca de plata pequeña y blanca como una flor de lis.

Treinta y tres años más tarde ardía Palestina en rebeliones de doctrina contra la Roma pagana y de independencia contra la Roma imperial. Los mártires de una y otra eran llevados al suplicio infamante del madero acusados de falsos profetas o de ladrones.

A la cárdena luz de la tarde el dulce Jesús de Galilea agonizaba en su cruz. A su diestra, un fuerte montañés de barba aborrascada se retorcía entre los cordeles de la suya con un lamento largo más semejante a una queja que a una protesta.

-    ¿Por qué me acusan de vivir fuera de la ley si nunca me han dejado vivir dentro? De niño sólo conocí el borde de los caminos; ni el lagar de las uvas ni el umbral de los molinos me permitían pisar, ni pedir mi pan si no era con la boca contra el viento. Nací, como los míos, marcado por el mal y la miseria. De mi padre sólo heredé un cuchillo y el instinto animal de las montañas. ¿De qué pueden acusarme ahora los que me acosaron siempre como a un perro sarnoso? Solamente una dulce mujer me cantó una noche de nieve sobre sus rodillas, y a ella debo la vida tanto como a mi propia madre. Si hice algún mal inútil, yo te pido perdón por su recuerdo…

El Rabí le miró profundamente, y vio que en el hombro derecho tenía una marca de plata, pequeña y blanca como una flor de lis.

Entonces le sonrió piadosamente con las palabras del perdón:

-  En verdad te digo que esta misma noche entrarás conmigo en Casa de mi Padre.

 ALEJANDRO  CASONA
 
NOTA BIOGRÁFICA.- Alejandro Rodríguez Álvarez, nás conocido como Alejandro Casona, llamado también El Solitario, nació en Besullo -Cangas del Narcea, Asturias-, el 23 de marzo de 1903. Falleció en Madrid el 17 de septiembre de 1965. Dramaturgo y poeta español perteneciente a la Generación del 27. Se le suele enmarcar dentro de la corriente denominada "teatro poético", heredera del modernismo impulsado por Rubén Darío. Por su estilo lírico y sentimental, su producción dramática también se relaciona a veces con la de Federico García Lorca.
Para saber más del autor:



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